| «¡Vaya, aquí tenemos a Miss Dior!», pudo oírse en 1947 en el número 30 de la Avenue Montaigne. Bastó con esa sencilla exclamación para que Catherine Dior, a quien la divina y felina Mizza Bricard llamaba Miss Dior, se convirtiera en leyenda. Compartía con su madre, Madeleine, y con su hermano mayor, Christian, con quien siempre tuvo una relación muy cercana, el amor por la naturaleza: las flores ocuparon un espacio muy importante en su vida; eran la prueba de su amor, constante y redentor, por la belleza, por una primavera invencible que siempre regresa. Catherine Dior vivía ese apasionamiento en todas las estaciones. Vendía ramos de flores en el mercado central de París y luego, cuando se iba de vacaciones, trabajaba en los campos de Callian, en el sudeste francés, rodeada de rosas, jazmines y otras plantas que ella misma cultivaba. Fue musa y también fue miembro de la resistencia; con su extraordinaria fuerza de carácter, la hermana querida de Monsieur Dior encarna una feminidad poderosa, libre y audaz. Su determinación sin concesiones, su inmensa valentía, su indiscutible lealtad y su elegancia irreverente la convierten en el modelo a seguir por excelencia, en uno de los primeros rostros de Dior, en la primera Miss Dior. Lo suyo era elegancia vital.
¿Qué mejor manera de rendirle homenaje que una estela que sea también seña de identidad y despierte tanto los sentidos como la mente, una estela simbólica en la que tenga cabida todo un mundo, toda una narrativa? Desde la fundación de su Maison, Christian Dior, ayudado por Paul Vacher, imaginó la esencia de un chipre sensual que dibuja la imagen olfativa de un jardín de ensueño. El New Look acababa de triunfar, y la llegada de Miss Dior fue como el manifiesto de una nueva feminidad, un elixir indisociable de aquel renacer. |